La percepción de interés en una conversación no solo depende de las palabras que decimos, sino también de la conexión emocional y la comprensión que sentimos con los demás. Todos hemos experimentado el magnetismo de esa charla donde las ideas fluyen como un río; es casi terapéutico. Sin embargo, a veces nos encontramos con quienes hablar es como intentar empujar una piedra cuesta arriba. El secreto reside en la receptividad del interlocutor hacia nuestras emociones.
Cuando hablamos de señales no verbales, nos referimos a cosas tan simples como una sonrisa o un asentir de cabeza. Estos pequeños gestos pueden ser la diferencia entre abrir la caja de Pandora de nuestras historias o cerrarla herméticamente. Las personas que dominan este arte no son solo aquellas que han leído el manual de las sonrisas perfectas en once idiomas. Son, ante todo, quienes han hecho un máster en su propio mundo interno. Sí, hablo de ese tour guiado por nuestros miedos, traumas y esas historias de terror que nos contamos justo antes de dormir.
La valentía de mirar dentro de nosotros mismos, afrontando los monstruos que acechan y las luces que nos guían, nos convierte sin quererlo en objetos de interés. Al estar cómodos con lo que somos en el interior, creamos un espacio donde los demás se sienten seguros para abrirse. No hablamos de magia ni de trucos mentales; es un simple ciclo de apertura y conexión.
Podríamos resumirlo con aquello de que para que otros se abran, nosotros debemos estar dispuestos a ser un libro abierto… al menos hasta la página quince. Así que la próxima vez que queramos saber más de alguien, comencemos por explorar todo aquello que llevamos dentro. Porque para ser más interesantes, primero debemos interesarnos profundamente por nosotros mismos.
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