Salimos al parque con Lena, de siete años, para mirar la piel como un arcoíris de tierra y chocolate. Junto a su madre pintora exploramos la diversidad de tonos de piel mientras aprendemos a mezclar colores y a nombrar lo que vemos con cariño.
Empezamos por lo esencial: cada persona es única y no es una etiqueta. Cuando comparamos colores con alimentos u objetos lo hacemos como un juego de arte, no para definir a nadie, y así cultivamos respeto, curiosidad y empatía desde edades tempranas.
La madre nos enseña la magia del marrón. El marrón no es uno, son muchos. Con rojo, amarillo y azul creamos bases cálidas o frías; aclaramos con blanco y modulamos con toques muy pequeños de azul o rojo hasta dar con matices suaves, intensos o dorados. La paleta se llena de pigmentos que cuentan historias.
En el paseo abrimos la libreta y apuntamos ideas: Sonia nos recuerda a cacahuetes tostados; Isabel a chocolate con leche suave; Lucy a melocotón maduro; Joyin a té con miel dorada; la prima Kyle a canela dulce. También vemos a Carlos, que nos trae a la cabeza caramelo claro; Rosita, como galleta de avena; y el señor Pelegrino, café con un poco de crema. Hasta el canguro Candy, que no es persona pero nos inspira un tono arena cálida para el fondo.
Con esa paleta pintamos a nuestros amigos, mezclamos pequeñas porciones hasta encontrar su luz, escribimos sus nombres junto a manchas de color y celebramos cada acierto. Si un tono se nos escapa, respiramos, probamos otra mezcla y aprendemos mientras reímos. En el proceso trabajamos inclusión, autoestima y lenguaje del color.
Propuesta para jugar: formamos equipos de dos o tres, elegimos cuatro objetos de casa con tonos cercanos a la piel y damos a cada equipo témperas básicas y blanco; tienen pocos minutos para igualar cada objeto en su papel, sumamos puntos por aproximación y compartimos trucos de mezcla.
¿Nos animamos a seguir creando y aprendiendo juntos? Visitemos JeiJoLand.