A menudo, se piensa que dejar a un niño dormir con sus padres puede crear una dependencia eterna. Sin embargo, vamos a cuestionar este mito de una vez por todas. Los niños son como el buen vino: no prosperan cuando se les mete demasiada presión. De hecho, esa angustia puede producir una sinfonía de llantos digna del mejor tenor.
Hablemos claro, esa transición a dormir solos, que suele darse antes de los doce años, no es una carrera ni un evento cronometrado del tipo ‘a ver quién duerme solo primero’. La ruta varía tanto como el carácter de nuestros pequeños y nuestras preferencias como padres. Muchos niños disfrutan el calorcito familiar nocturno sin desarrollar traumas que parecieran sacados de una novela de terror.
Resulta que alrededor de los tres años, la mayoría de los niños están listos para aceptar su propia cama, siempre y cuando, claro está, hayan sido informados de que este es su espacio personal. La clave está en crear un clima de confianza y seguridad, porque nadie quiere dormir en un lugar que parece la caverna de un troll furioso. Así que, querido lector, no te agobies; cada familia encuentra su propia fórmula mágica para organizar el sueño y los caminos están más abiertos que las puertas de un supermercado en rebajas.
La figura de la crianza sin miedo asoma la cabeza para recordarnos que no hace falta una maniobra al estilo militar para que nuestros hijos duerman solos. Probablemente, tendrán etapas en la vida en las que dormirán acompañados, como en ese primer campamento en el que todos tienen miedo al ‘coco’. La crianza es un baile que se adapta a las necesidades de los niños, sin miedo a dar un paso en falso; así es como encontramos nuestro ritmo familiar.
Nuestra atención se centra en algo más importante que las reglas sobre cómo y dónde deben dormir los niños: el vínculo cariñoso y cálido con ellos. Recuerda que ser padres es más que seguir metodologías al pie de la letra, es navegar juntos en este barco llamado familia.
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